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viernes, 8 de abril de 2016

Verde. Bicicleta. Música.

Yo también tuve una bicicleta, la tuve justo el mismo día que tú, en mi cumpleaños, el día que cumplía seis años, como tú. Al principio me quede con esa misma cara de asombro y desconcierto con la que tú te has quedado al abrir el regalo…. ¿Una bici? ¿Y si no se montarla? ¿Y si me caigo? ¿No es demasiado grande para mí?

Luego poco a poco, comencé a practicar, al principio tenía algo de miedo, pero siempre notaba esa mano de mi papá que me sujetaba y me enseñaba cómo la debía usar. Y así poco a poco aprendí, ¡me encantaba! Hasta que a las semanas mi padre decidió que ya sabía lo suficientemente bien montar en bici como para poder quitarme los ruedines. Yo por dentro no me veía preparada, pero aun así me convenció. Él volvió a agarrarme firmemente del sillín mientras yo pedaleaba “parece fácil” dije en voz alta a la vez que mi padre me soltaba. Mi bici comenzó a tambalearse ¿dónde se había quedado mi punto de apoyo? ¿Por qué mi padre me había soltado tan de repente? ¿Por qué me había dejado ir y no estaba a mi lado? La bici zigzagueaba y yo perdía el control con cada pedaleada, el pánico comenzó a apoderarse de mi hasta que un árbol consiguió frenarme…

Me enfadé mucho con mi padre y desde ese momento no quise saber nada más de la bicicleta. La odiaba, no me gustaba. Me negué a volver a montarme en ella. Mi padre muchas veces me insistió hasta que  terminó dandose por vencido.

Pasaron los años y la bici siguió siendo mi escondido fracaso, mi secreto vetado. Pues a mi edad la mayoría de los niños iban en bici a todos lados y cuando me preguntaban yo simplemente decía que eso no era cosa de niñas, aunque por dentro, me moría de envidia.

Un día que volvía a casa; justo un par de días después de que cumpliera trece años; por el camino verde escarlata, me encontré una bici. Una bici abandonada en mitad de la nada. ¿Dónde estaría el dueño? Me quité los cascos de música y me quedé ahí mirándola un rato hasta que me acabé yendo, pesando que el dueño ya volvería, pero me equivocaba. Al día siguiente volví a ver la bici de camino al instituto ¿de quién sería? Me preguntaba para mis adentros. Y a la salida de clase algo me hizo querer volver a casa antes de lo normal o mejor dicho, volver al camino. Y ahí estaba la bici de nadie, la bici que de alguna forma no dejaba de llamarme. ‘¿Por qué no?’ Me dije, y con cuidado la levanté, comprobando que todo estaba bien. ‘Supongo que a nadie le importará que la tome prestada un rato’ y tras unos momentos de dilación me convencí a mi misma para subirme y enfrentarme a esa frustración de mi infancia.  Me subí, pero cuando fui a lazar la primera pedalada me volví a bajar ‘No, no puedo…’ volví a dejar la bici en el suelo y me fui corriendo hasta que a mitad de camino me paré en seco y recapacité ‘Al menos tengo que intentarlo una vez’ y volví hacia atrás ‘además, si fallo, aquí nadie me va a ver’.

Y me subí, me impulsé y simplemente pedalee. Tan solo duré un par de segundos hasta que me desequilibré y mi pie aterrizó en el suelo. Pero esos segundos fueron los más felices de mi vida. Así que volví a impulsarme y pedalee un poco más. ¡Lo estaba haciendo! ¡Estaba montando en bicicleta! Y nadie me iba a parar. Al rato vi que comenzaba a oscurecer, por lo que dejé la bici en el mismo lugar en el que la había encontrado y me fui corriendo a casa. De momento, no quise decir nada. Tenía que esperar, esperar un poco más.

Por la mañana del día siguiente salí de casa antes de la hora que normalmente me iba. Quería practicar antes de entrar a clase. Y después del cole lo mismo. Volví al encuentro de la bicicleta y me tiré las horas de un lado para otro, recorriendo ese camino verde escarlata observada por el sol y las nubes de algodón. Al tercer día de continua práctica me sentí preparada y viendo que nadie había ido a reclamar la bicicleta decidí llevármela a casa.

Según llegaba vi que mi padre estaba en el jardín, como normalmente hacia a esa hora y le comencé a gritar y gritaba felicidad. Felicidad de mi misma al verme montada sobre la bicicleta y felicidad de ver su cara de sorpresa y de orgullo, de incredibilidad y satisfacción. Tras enseñarle todo lo que sabía hacer me bajé de la bici y nos fundimos en un fuerte abrazo.

Desde ese día, cada vez que podía cogía mi bicicleta y pedaleaba sin parar; con mis cascos puestos, escuchaba mi música; una música que movía el viendo haciendo que los verdes campos de mi alrededor bailasen al son de la canción y me acompañasen en ese momento, el momento perfecto.
- Y ahora déjame que vea esa herida de tu rodilla y deja de cubrírtela con esas manos llenas de barro.

- ¿Y nunca supiste de quien era la bici que te encontraste en el camino?

- Al parecer, siempre fue mía - le dije susurrandole al odio - pues mi padre fue el que la compró y la dejó abandonada en el camino a sabiendas de que yo la encontraría y... querría montar en ella.

- Entonces… ¿crees que yo podré montar en bici sin ruedines algún día, abuela?

- No lo dudes pequeño, por supuesto que podrás y estoy segura de que muy pronto lo lograrás, cuando tú te sientas preparado. Y si te vuelves a caer no pasa nada, simplemente te vuelves a levantar que de las caídas también se aprende. Además, hoy, yo no te voy a soltar.
“Abuela, ya estoy preparado” le dijo el niño a los tres días. Y sin necesidad de que nadie le sujetase por detrás su nieto, comenzó a pedalear.

Dedicado a Mary Sea :)

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