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sábado, 9 de abril de 2016

Anhelo. Hastío. Reminiscencia.

Sólo vivía de la reminiscencia de su pasado, de recuerdos lejanos, borrosos, anhelados. Vagamente se le venía a la mente un pasado demasiado alejado, un pasado en el que fue, en cierto modo, feliz. Donde en aquel entonces la sangre aún no le hervía, un tiempo en el que aún no había empuñado un cuchillo de verdad… Demasiado tiempo, como para que la memoria pueda propiamente recordar. A veces intentaba agarrarse a uno de esos olvidados recuerdos pero siempre se le acababan escapando de las manos, entre los dedos, como caliente arena de la playa que se escurre sin remedio.
Sólo vivía del anhelo de su presente, de su cerrado bucle de gritos, sangre y dolor. Un dolor que a él le producía victoria, quería matar. Esa era la verdad. Matar una vez más. Para él esos momentos eran en lo que de verdad vivía, se sentía poderoso. La energía se concentraba en ese afilado, brillante y puntiagudo cuchillo. El poder de la muerte. Era como si una vez que cogía el arma, su brazo no respondiese a sus palabras, perdía el control hasta que sentía como el cuchillo se incrustaba sobre ese cuerpo aterrado. Y el tiempo por un momento se detenía; avanzando a cámara lenta y así, él podía observar esa piel que se abría, se quebraba dejando brotar la sangre, esa sonrojada, caliente y viva sangre; una sangre que poco a poco moría... Las convulsiones de sus víctimas… ver como la vida se les escapa sin poder remediarlo, esos ojos desorbitados que gritaban clemencia, que intentaban sujetarse a su cuerpo, sin dejarse ir, y él con su cuchillo en mano adquiría un alma más, la absorbía; ahora, le pertenecía. Con el paso del tiempo matar se convirtió en rutina…
Sólo vivía del hastío, el hastío del estar encerrado entre esos barrotes, del hastío de tener que llevar esa careta de falsedad, para poder demostrar que era un niño bueno e intentar hacer ver a la sociedad que su inocencia corría por sus venas. Esperanzas de la ceguera de un hecho del pasado, un momento olvidado, una circunstancia que le marcó para el resto de sus días, que le convirtió en esa persona que ahora era, en ese monstruo de mirada asesina que se ocultaba tras una máscara. Una máscara que en realidad la sociedad promovía. Esa falsa careta de ‘ciudadano ejemplar’ que te vendían en los quioscos de la calle por ocho peniques.
Una máscara que todos llevaban para ocultar sus secretos, sus delitos. Políticos; ladrones; maridos engañando a sus mujeres; mujeres quitándose el anillo de casadas nada más salir de casa; estafadores; banqueros; gente del gobierno… Y él por qué no iba a ser uno más, un ciudadano ejemplar más que se pasearía por las calles regalando una sonrisa, una sonrisa dibujada en esa careta que tarde o temprano se quitaría para empuñar una vez más, ese cuchillo que le ofrecía su libertad.

Fernando, aquí tienes tu cuento... 

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