Ahí estaba
yo, sentado en mi despacho. Viendo las horas pasar. Como cada día; como cada día
desde hacía catorce años. Vestido de traje, haciendo uso de mis palabras más
cordiales y mostrando mi mejor cara ante esos clientes estresados que entraban
en el banco. Un día tras otro haciendo lo mismo. ¿Para esto hemos venido a la
vida? Vivimos en la rutina, sin pensar en el más allá. Nos acomodamos a lo
fácil; invernamos nuestra mente; pensamientos modo off; si nos lo dan todo
hecho, mejor. Ganar dinero para mantener nuestras casas, nuestros hobbies,
nuestros coches, nuestros caprichos… Mi vida sólo daba vueltas sobre la
economía, el dinero, el materialismo. Vida sencilla, tranquila, acomodada.
¿Hasta cuando? Me preguntaba.
Cada noche
esos pensamientos se incrustaban en mi cabeza. Me atormentaban, giraban cual
espiral infinita hasta que agotado de dar vueltas caía dormido. Yo con mis 33
años, apalancado entre las cuatro paredes de mi despacho. ¿Así de fácil? ¿ya
tenía mi vida hecha? Me negaba a pensar que sí. En mi interior mantenía la convicción
de que había venido al mundo a hacer algo más, a hacerme de notar, a sujetar en
mi puño mi vida y ver que valía la pena elegir los caminos que ante mí se
presentaban y no tan solo dejarme llevar por la sociedad.
Una mañana
me levanté con una sabor agridulce en la boca, como si supiese que para
saborear la dulzura de la vida primero
tenía que dar un agrio paso. Y de repente lo supe. Debía dejar mi trabajo,
desanclarme de esa bahía en la que tantos años había estado amarrado y lanzarme
a navegar por el desconocido e inmenso mar. Telefonee a un amigo y le dije que
tenía un plan, le propuse quedar sobre las cinco en nuestro bar y le colgué. No
tenía tiempo para contarle más. Mi cuerpo sentía la sangre palpitar velozmente como
si una ola de energía corriese por mis venas. Hacia tiempo que no tenía una
sensación así. Estaba emocionado. Ese día, no dejé de dar vueltas en la
oficina, de un lado para otro, estaba más ensimismado de lo normal, pues mi cabeza no dejaba de intentar formar la
frase correcta que le diría a mis jefes que me marchaba y cuando me preguntasen
‘¿A dónde?’ le diría “ a convertir mis sueños realidad, a buscar la respuesta
de nuestra presencia en esta, nuestra única vida”.
No salió
exactamente como lo había pensado, pero el caso era que ya se lo había dicho.
Ahora, tenía un mes para ponerme en marcha, hacer todos los preparativos para
por fin sentir la libertad. ¿Qué iba a hacer? Viajar. Explorar ese mundo que
nos rodea y tan poco sabemos de él. No entendía como podía haber estado todos
estos años tan parado, ni siquiera conocía en profundidad mi propio país, esa
Argentina de la que tantos turistas se enamoraban. Tenía que descubrirla, la
Patagonia Argentina; observar por tiempo ilimitado la Garganta del Diablo en
las cataratas de Iguazú; fotografiar el Cerro de los Siete Colores; ir al valle
de la Luna a ver un atardecer; pasear por las Salinas de Jujuy y mucho más. ¿Y
luego? Luego seguiría rumbo al norte, pasando por ese país vecino llamado
Chile, viajar a Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú, Brasil, Venezuela, Colombia…
Tanto por recorrer, tanto para ver y aprender…
En el bar le conté a mi amigo todo lo que
había pasado y cuales eran mis planes a seguir. “¿Te apuntas?” le dije sin
ningún miramiento. Y por supuesto que se apuntó. Juntos planificamos, miramos
rutas y atamos cabos de ese, nuestro nuevo barco, una vieja Konbi parcheada que
nos llevaría allí donde quisiéramos ir. Nuestra casa se reduciría a esa
habitación sobre ruedas y un mundo que nos esperaba ahí fuera. ¿Para qué
queríamos más?
Y así fue
como comenzamos nuestro viaje…
De repente unas voces infantiles me hacen salir de mi
cuaderno de bitácora, de mi mano guiada por la tinta del boli que escribe
nuestra historia. Subo la mirada, dos ojos verdes me observan fijamente, como a
la espera de una respuesta. Una respuesta a una pregunta que no he llegado a
escuchar.
- Santiago, los chavales te están hablando. Creo que no se
ha enterado de lo que le habéis preguntado. – les dice mi amigo.
- Sólo queríamos saber a qué se dedican. Qué es lo que
hacen. – vuelve a insistir uno de los curiosos niños.
- ¡Ah! Bueno, pues somos… trotamundos. – les respondí sin
pensármelo mucho.
- Vamos Santiago, no creo que los críos sepan lo que eso
significa – dijo mi amigo riendo.
- Sí, claro que lo sabemos. – se defendió uno de los niños
algo molesto por la sugerencia de su desconocimiento – Un trotamundos es una
persona… que trota por el mundo. Tan simple como eso. Que va de allá para acá,
de un lugar a otro. Y pues eso, trota-por-el-mundo: trotamundos.
- Sí, no lo habrías podido definir mejor. – le dije con una
gran sonrisa en la cara – eso es lo que hacemos, trotamos por el mundo en
libertad, persiguiendo nuestros sueños.
- Creo que de mayor me gustaría ser un trotamundos como
usted señor y tener un cuaderno, como ese en el que estaba escribiendo cuando
llegamos, para poder apuntar todos esos lugares que haya descubierto – me dijo
el otro de los niños.
- Pues no te preocupes, que si tu lo deseas, lo serás. Pero
recuerda una cosa, lucha por aquello que de verdad quieras, y no te dejes
engañar. Que los sueños aunque parezcan lejanos, si luchas por ellos, los
podrás alcanzar.
En ese momento una voz materna les llamó. “Así haremos”
chilló uno de los niños a la vez que se daban la vuelta y salían corriendo
alzando una mano y moviéndola a modo de despedida.
Y yo me volví a sumergir en ese cuaderno que me habían
regalado, en ese diario de bitácora en el que apuntaría, como los niños bien
decían, todas y cada una de las aventuras que en este largo viaje nos habían
sucedido y nos sucederían, pues aun nos quedaban muchos nuevos lugares que
visitar.
De parte de Annie para Santiago Tronca.
“Que se cumplan todos tus sueños”
Asombrosa tu extraordinaria manera de plasmar la vida o episodios de la misma en un relato en el que mediante palabras haces despertar emociones y sentimientos a quien lo lee. Muy hermoso. Infinitas gracias.
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