Este va dedicado a ti, Marina Aguilar:
Cuando era pequeño me apasionaba ser un pirata de pata de palo. Convertía mi habitación en una auténtica isla del tesoro. En uno de mis cumpleaños, cuando hacía ocho años, mi abuelo me regalo una brújula, la había conseguido de una tienda de segunda mano. En realidad estaba rota, no funcionaba desde hacía muchos años, era una auténtica antigualla pero a mí eso me daba igual, me parecía perfecta y me servía para sumergirme y navegar por el interminable mar; para descubrir el lugar correcto en el que debía escavar para encontrar los tesoros; y para saber qué dirección debía tomar para dirigirme a la secreta Isla Pirata que se ocultaba en las profundidades de las escalofriantes Islas Malditas, que según decían pertenecían a Barbarrosa.
Nunca fui
un niño de muchos amigos, no era muy bueno sociabilizándome y la gente
normalmente no entendía mis juegos de fantasía por lo que hice de la brújula mi tesoro personal. Me
acostumbre desde ese cumpleaños a llevarla siempre en el bolsillo incluso
cuando deje de jugar a los piratas. Un día, al salir del instituto me senté
bajo un árbol. No había tenido un buen día y no me apetecía llegar a casa para
tener que responder a esa odiosa pregunta matutina de “Cariño, ¿qué tal te ha
ido el día?”, por lo que ahí sentado me quede un largo rato. Solía meter la
mano en el bolsillo y jugar con la brújula; en ese momento, algo me hizo
sacarla del bolsillo. Al principio, al abrirla, vi lo de siempre, esas
agujas torcidas y bailarinas que daban vueltas alternativas, a veces, me
recordaban a la brújula del pirata Jack Sparrow con la diferencia que la mía,
no señalaba aquello que deseaba. Sin embargo ese día tras dar unas vueltas
sobre sí misma, las agujas se detuvieron; señalando una dirección en particular
y cuando mire hacia donde apuntaban descubrí a una chica que disimuladamente
lloraba. Al principio no supe que hacer pero finalmente me armé de valor y
hacia ella me encaminé.
Hoy por
hoy esa chica es una de mis mejores amigas y gracias a ella y a ese día que me
senté bajo el árbol, descubrí el secreto de mi brújula. La sigo llevando en el
bolsillo y de vez en vez, la saco y la miro esperando que señale algún lado, en
concreto, a una persona. Porque ese día descubrí que no era una simple brújula
sino que se trataba de un buscador de amistad que a quien me señalase sabía que
podría entablar una relación especial.
Nunca
le llegué a preguntar a mi abuelo en que tienda la encontró. Ahora me gustaría
saber a quién perteneció antes, pero algo me dice que fue el destino el que decidió
que llegase a mis manos cuando tan solo era un niño de ocho años.
Pues cuando termines de escribir cuentos te pones a investigar de donde procede esa brújula.
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